lunes, 20 de marzo de 2017

El oro de Kosakia

Como alguno sabréis he estado participando en el certamen literario "V Homenaje al Polidori" con tres relatos. No, no he sido seleccionado, perded cuidado.
El caso es que en el dialogo posterior con otros participantes (lo mejor del Polidori) surgió un comentario sobre los cosacos en la II Guerra Mundial y su final en Lienz. Yo dije a Francisco Torpeyvago (obviamente, un nick erróneo) que se podía contar una historia y de ahí surgió un duelo literario. A 1000 palabras, genero fosco, sin piedad. Muy cosaco ;-)



Aquí tenéis el duelo original, con los relatos de 1040 y 1038 palabras. Además mi admirado Francisco (por cierto, él si seleccionado) lo publicó en su blog, que os recomiendo. Para dejarlo un poco más legible (solo un poco) he escrito una versión un poco más larga (1133) que os dejo aquí.


EL ORO DE KOSAKIA

Un relato de Jesús Ayuso

Ramsey Withworth aguardaba el momento propicio. Había escuchado a los la cháchara aburrida de los parroquianos del “Café de gli Alpini” con fingido interés. Aquellos palurdos se habían tragado su historia sobre su idea de escribir un libro acerca de Italia en la Segunda   Guerra Mundial.
Impasible, había escuchado a Beppo contar, achispado por la grappa, sus vivencias con la  “Folgore” en Libia; aguantado con estoicismo las lágrimas de Massimo relatando las largas marchas en retirada por la estepa rusa y la inocente confesión de Carlo acerca de su rendición  en Sicilia. El tedio y las copas eran el precio a pagar para acceder al dueño del local.
Julio Bertoldi  frotaba los vasos quedo. Nunca hablaba de la guerra y lo único que recordaba la misma era un sable cosaco colgado tras la barra, entre los retratos de Fausto Coppi  y Gino Bartali.
-Bonito sable, ¿es auténtico? –preguntó el británico con aire distraído.
-Si – respondió, taciturno, el tabernero.
-Recuerdo de familia, ¿eh, Julio? –dijo Beppo Spada, con la lengua suelta por el licor. Julio hizo un gesto con la boca que pretendía ser una sonrisa.
Withworth hizo como que no había oído el comentario y prosiguió.
-Aquí en Carnia hubo cosacos, ¿no es así? Debían ser terribles.
-Todos los que pasaron aquí eran terribles: alemanes, cosacos, americanos, británicos… dale a un hombre un arma, un uniforme e impunidad y tendrás un salvaje. También nosotros lo éramos –atajó Julio -. ¿Usted  hizo la guerra signore Withworth?
-La hice como oficial de estado mayor –respondió Withworth.
- ¡Un maldito emboscado! – gruñó Massimo, a quien los días de frío el muñón de su brazo izquierdo le recordaba que los restos de su mano y su hombría reposaban en un lugar sin nombre de la llanura ucraniana.
-Carlo, llévate a Massimo a casa –indicó Julio con aplomo -. Ya ha se ha hecho muy tarde y la Fiorella estará preocupada.
El interpelado recogió su gorrilla, se la caló y tomó a Massimo Gotti  del brazo. Los cristales de la puerta de entrada vibraron un tanto al cerrarse la puerta. Una campanilla puso un alegre contrapunto.
-Los cosacos… ¡qué tíos! –volvió a la carga Beppo-. No decían ni pio y ya te amedrentaban. A mí no, claro. Porque yo era de los suyos, ¿eh? Los alemanes les trajeron y,¡zas!, los partisanos dejaron de asomar el hocico.
-Beppo Spada, estás hablando más de la cuenta –advirtió el dueño del café. En ese momento una voz femenina llamó desde la cocina. Julio miró fijamente a Beppo y entró.
-¿Qué mosca le ha picado? –preguntó el inglés.
-Julio está casado con una rusa, la hija de un cosaco -farfulló el aludido, que añadió con tono aguardentoso -. ¿Le he contado cuando estuve en El Alamein? Al 187 nos habían mandado a…
-¡Beppo, Beppo! –cortó Withworth sirviendo otra copa al italiano -. Hablábamos de los cosacos…
-El bar está cerrado –dijo una voz tras él. Era el tabernero, cuyo rostro parecía más impenetrable que nunca. Señalando con el pulgar la salida, se dirigió al parlanchín veterano.- A casa, ahora.
El veterano pagó su consumición y abandonó la sala entre trompicones. Julio tomó una botella de Campari y dos vasos, los colocó en una mesa e invitó con un gesto a sentarse al presunto escritor. Este se sentó receloso y, a la par, expectante.
Julio sirvió el licor y aguardo sin mediar palabra a que la puerta  de atrás sonara. Entonces  dijo:
-¿Qué busca aquí? Y no me diga que un libro de italianos en la guerra porque no me lo trago.
Withworth decidió jugar fuerte.
-A usted. Quiero conocer su relación con los cosacos.
-Mi mujer es hija de cosacos. Nada más.
-Escuche Bertoldi, todavía hay una orden para devolver a la Unión Soviética a  traidores cosacos. Como su mujer, si es que no llegamos a un acuerdo.
-Supongo que es a esto a lo que se refieren los ingleses cuando utilizan el término fairplay –respondió el italiano con sarcasmo.
-No, es a lo que llamamos match point –dijo el otro, sintiéndose  vencedor.
-Ya me tiene. ¿Y ahora?
-Y ahora, el oro por supuesto. Los cosacos saquearon media Europa. Cuando les mandamos a Lienz apenas traían una décima parte consigo. Esas riquezas se quedaron aquí.
-Eso es una leyenda.
-A la que me va a llevar – dijo Ramsey Withworth mientras sacaba una pistola Browning de la chaqueta.
Julio sonrió. Miró por la ventana.
-Saldremos al amanecer.
-No intente nada raro –advirtió el inglés.
                                                    *****
El camino trepaba y trepaba, mientras la niebla envolvía los Alpes. Julio caminaba con paso firme, ignorando la amenaza de un arma encañonándole. Tras una hora de mutismo, el italiano empezó a hablar:
-Les prometieron una tierra, ¿sabe? La iban a llamar Kosakia. Una promesa rota. Otra más. No la peor.
-Limítese a guiarme –dijo el escritor.
-Los cosacos son un pueblo salvaje, ingenuo diría yo. Se les engaña fácilmente. Los alemanes se aprovecharon de su feroz anticomunismo y los trajeron aquí en su retirada. Pero los cosacos se creyeron lo de Kosakia.
-No necesito lecciones de historia –resopló el inglés, al que caminar cuesta arriba estaba pasando factura.
-De acuerdo Collins.
Withworth se quedó de piedra al oírse llamar por su verdadero nombre.
-¿Cómo sabe…?
-Una nueva mentira. Otra más. No la peor – dijo el italiano, que tras una breve pausa añadió-. Usted es Jack Collins. En la guerra sirvió en una unidad de ocupación en Austria. Como oficial al mando de una  que custodiaba a los cosacos, desarmados y derrotados. Usted mintió y mintió hasta lograr saber el paradero del oro. Ya sabía que serían entregados y les mentía sobre su futuro.
Withworth o, mejor dicho, Collins, pestañeó con gesto de estupor.
-Usted dirigió uno de los destacamentos que a empellones, culatazos y disparos, entregó a los soviéticos. Sabía de su destino. La deportación, el frío, la muerte – el italiano hablaba pausadamente, como dictando sentencia -. Murieron por miles. Algunos se inmolaron allí, otros suplicaron que dejasen escapar a sus hijos. Con frialdad extrema ustedes ignoraron esas súplicas.
-¡Eran aliados de los nazis!
-Le voy a presentar a alguien –dijo Julio, ignorando la excusa.

De la niebla surgió una figura gris, incorpórea, montada en un caballo fantasmal. Translucido, el uniforme de cosacos del Terek.
-Este es el Yesaul Artyom Timonfayev. Mi suegro.
Un rostro cadavérico se materializó en la figura brumosa. Collins reconoció los ojos fieros. Un brazo alzó un sable brillante como la luna. A la señal, cientos de figuras espectrales avanzaron.
-¡Corra! –ordenó Julio.
Presa del pánico, el antiguo oficial y verdugo corrió mientras escuchó con horror el grito de guerra cosaco.
Nadie volvió a oír de Ramsey Withworth. Nadie habló de aquella noche nunca, cuando Carlo, Beppo, Massimo... toda Carnia retumbó con el sonido de la última carga cosaca.

1 comentario:

  1. ¡¡¡Jarrlllll!!!
    Si el del duelo me gusto, éste, con esas pocas palabras más me encanta.
    ¿Y dices que es de género fosco? ¡Quia! No me lo creo:
    «—¡Corra! —ordenó Julio.»
    ¡Pues cualquiera se queda ahí de pie quieto viendo esa carga!
    Aunque lo comentaré después de bajar las espadas, que sepas que los diálogos y el ambiente han sido brutales.
    ¡¡Enhorabuena!!

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